Ojalá no necesitemos otra tormenta para darnos cuenta

Crítica sin trincheras, ni combates ideológicos: una mirada al valor de lo esencial. Para quienes ya están hartos de las divisiones y quieren empezar a mirar hacia el otro lado.

Notas de Autor13 de mayo de 2025VanelogaVaneloga

Y sí, también vimos El Eternauta

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A veces una historia no es solo eso. A veces se convierte en un espejo. No uno perfecto, que devuelva la imagen exacta, sino uno agrietado, distorsionado, pero que igual nos obliga a mirarnos. El Eternauta  es una excusa para hablar de lo que somos cuando estamos juntos. Y también, de lo que pasa cuando dejamos de estarlo.


No importa si la adaptación nos gustó o no. No estamos acá para eso. Lo que importa es lo que deja picando. Porque hay una verdad que atraviesa todo: no hay salvación en soledad. En esta historia —como en la vida— el enemigo no siempre tiene forma. A veces está en el aire, a veces en lo que no se ve. A veces en lo que nos separa.

Si uno se pone conspiranoico —y por qué no hacerlo—, puede ver claramente el juego del primado negativo. Mostrarte la verdad, pero vaciarla de poder. Dejarte ver todo lo oscuro, lo inevitable, lo manipulado... para que bajes los brazos antes de empezar. Para que creas que no hay salida. Y sin embargo, ahí es donde más ruido hace el mensaje. Porque incluso en ese escenario desesperante, el único refugio real sigue siendo el otro.

Hay una escena en la serie que no necesita efectos especiales ni grandes discursos para sacudirte por dentro. Juan, roto, en el momento más difícil, sin saber qué hacer, es sorprendido por su amigo —ese con quien había tenido una discusión pesada, de esas que duelen en serio— que aparece con el auto, sin reproches, sin palabras de más, para llevarlo a buscar a su hija. Esa escena es todo. Es el gesto que vale más que cualquier teoría, cualquier discurso. Es elegir estar, incluso después del dolor.

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Favalli y un vehículo que sí funciona. (Marcos Ludevid / Netflix ©2025)


Porque la amistad real no necesita estar intacta para ser fuerte. Puede estar lastimada, agrietada, pero si está construida desde un lugar sincero, aparece cuando más se la necesita. Y ahí, en medio del caos, lo único que importa es eso: que haya alguien al lado. Que no estés solo.

La impermanencia, cuando se hace carne, te cambia la mirada. Te obliga a soltar las boludeces. A dejar de lado el orgullo herido, las peleas vacías, las diferencias que no llevan a ningún lado. Te dan ganas de ir a buscar a ese amigo, aunque te haya dolido el alma en una discusión. Porque entendés que el tiempo no espera. Que lo que cuenta es estar. Y estar de verdad.

 El Eternauta es una advertencia. Una que, si uno sabe leerla, te empuja a moverte con otros. A no permitir que nos manejen como piezas sueltas. A construir algo, aunque sea chiquito, que nos mantenga unidos cuando venga la tormenta.

Y si algo vale la pena de esta historia —y de todas nuestras historias— es eso: que todavía podamos elegir estar del mismo lado.

Que no tengamos que esperar a que nos pase algo extremo para darnos cuenta. Ojalá lo entendamos antes. Ya está pasado de moda estar divididos por partidos políticos o ideas que solo nos trajeron problemas, dolor, hambre y miseria. Este podría ser un gran momento para reconocerlo: nuestro verdadero poder como argentinos es estar juntos.

Así como somos. Con nuestras mañas, nuestras discusiones, mintiéndonos al truco o jodiéndonos con confianza. Pero con la certeza de que, cuando llegue el momento, vamos a estar ahí. Sin importar ninguna tontería humana. Vamos a ir a buscar a nuestro amigo si lo necesita. Y eso, en este mundo, ya es muchísimo.


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