El alma en pena del mundo: deseo, ego y la frustración que nos está rompiendo

Tanto bajón hay por el mundo… ¿de dónde viene? ¿Qué hay que aprender de todo esto? ¿Cuál es el fin de darse cuenta?

Notas de Autor04 de agosto de 2025VanelogaVaneloga

Hay un dolor, dando vueltas. En los rostros apagados del transporte público, en los silencios de las casas, en la mirada vidriosa de quien ya no tiene ganas ni de soñar. 

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El mundo está cansado. Detrás de las cifras de depresión, ansiedad o suicidio, late una verdad más honda: la humanidad está frustrada, perdida entre deseos que no se cumplen y un ego que exige todo pero no soporta nada. ¿De dónde viene tanto bajón? ¿Por qué hay generaciones enteras que no encuentran sentido? ¿Qué nos pasa por dentro, más allá de lo económico, lo político o lo social?

La respuesta no es nueva. Hace siglos, las grandes tradiciones espirituales y religiosas ya hablaban del deseo como raíz del sufrimiento, del ego como trampa, de la necesidad de rendirse a algo más grande que uno mismo para encontrar algo parecido a la paz.
Hoy, la psicología se suma a ese coro: detrás de cada diagnóstico, muchas veces hay una vida vivida desde el ego, desde el capricho, desde la expectativa constante de que las cosas sean como uno quiere. Y cuando no lo son, la frustración se vuelve enfermedad.

El budismo lo dice con claridad : el deseo genera sufrimiento. Querer lo que no se tiene, temer perder lo que se tiene, pelear contra la impermanencia… esa es la rueda del dolor.
En el Dhammapada, texto sagrado budista, se afirma: “Del deseo nace el dolor, del apego nace la angustia” (Dhammapada, verso 213). El ego se aferra, y al aferrarse, se lastima. Pero si se lo observa con desapego, si se lo reconoce sin obedecerle, entonces aparece una quietud que no depende de lo externo.
Buda no nos pide dejar de desear, sino desear menos, desear mejor, con conciencia.

El cristianismo propone otro camino: la humildad y la entrega. “Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, lleve su cruz y me siga” (Marcos 8:34).
Negarse a sí mismo no es renunciar a la dignidad ni al amor propio, sino dejar de adorar el ego como si fuera un dios. Porque el ego siempre pide más: reconocimiento, éxito, control. Y cuando no lo consigue, se deprime.

El Evangelio dice: “Desean algo y no lo consiguen, sienten envidia y tampoco alcanzan lo que quieren” (Santiago 4:2). ¿No es eso lo que vemos hoy en redes sociales, en oficinas, en relaciones vacías? Gente persiguiendo ideales que no le pertenecen, comparándose, cayendo una y otra vez en la trampa de la insatisfacción.

En el hinduismo, esa insatisfacción tiene nombre: avidya, ignorancia espiritual. El Bhagavad Gita muestra cómo del deseo viene la obsesión, de ahí la ira, y de la ira la confusión que lleva a la ruina (Gita 2:62-63).

Krishna enseña a actuar sin apego a los resultados, a hacer lo que corresponde sin esperar recompensa.
Porque si se hace por ego, cuando no sale como uno quiere, todo se viene abajo. ¿Y si ese fuera el aprendizaje que nos está pidiendo este tiempo? Que no se trata de ganar siempre, sino de hacer lo justo. Que no todo deseo merece cumplirse. Que perder también enseña.

El islam refuerza esa idea con una frase lapidaria del Corán: “¿Acaso viste a quien toma su propio deseo como dios?” (Corán 45:23). El que adora sus pasiones, termina ciego, dice el Libro.
Por eso el islam habla del nafs, el ego que hay que domar, y el sabr, la paciencia que hay que cultivar. “Dios está con los pacientes”, afirma el Corán (2:153).
El creyente dice: “Somos de Alá y a Él volveremos” (2:156). En esa aceptación hay alivio. El ego grita “¡no puede ser!”, la fe responde “ya fue dicho”. El ego pelea con lo que es, la fe se alinea.

La psicología moderna no habla de alma ni de dharma, pero reconoce lo mismo: el deseo desenfrenado y el ego frágil generan sufrimiento.
Los trastornos del estado de ánimo crecen cuando una persona se aferra a expectativas irreales, a la imagen de sí misma, al control. Lo que no se tolera –una pérdida, un rechazo, un fracaso– se transforma en duelo patológico, ansiedad o vacío.

Por eso muchas terapias apuntan a resignificar, a soltar, a mirar desde otro lugar. 

¿Qué nos quiere enseñar esta época entonces, con tanto bajón suelto? Que vivimos como si nada nos alcanzara. Que confundimos éxito con plenitud. Que queremos controlar hasta lo incontrolable. Que nos enseñaron a desearlo todo, pero no a soltar nada. Y eso enferma.

 

Pero hay un fin posible en este darse cuenta: la madurez espiritual, el crecimiento interior, la libertad real. No la libertad de elegir el color del auto, sino la de no sufrir por cualquier cosa.
La libertad de poder decir: “Esto me duele, pero no me destruye. Esto no salió como quería, pero igual sigo. Esto se fue, pero algo nuevo puede nacer”.

Tal vez por ahí venga la salida. No por negar el bajón, sino por entenderlo. Porque el bajón tiene un mensaje: que estamos viviendo desde el ego y no desde el alma. Que estamos deseando como consumidores y no como seres humanos. Que estamos mirando afuera lo que solo se encuentra adentro.

Y si hay algo que las grandes sabidurías del mundo coinciden en decir, es esto: el que se conoce a sí mismo, se libera. El que deja de pelear con lo que no depende de él, descansa. El que desea con conciencia, sufre menos. El que deja de adorarse a sí mismo, puede empezar a amar de verdad.

El mundo está cansado. Pero ese cansancio, si se escucha, puede ser una puerta. Una puerta hacia algo más verdadero, más simple, más hondo. Una puerta hacia nosotros mismos.

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