
Entre la intuición perdida, la Guía Filcar y la obsesión por llegar más rápido
Este texto no pretende ser más que un ensayo, o quizás un descargo. Una necesidad de compartir entre todos el dolor que nos desborda y el asombro que nos provoca mirar lo que pasa a nuestro alrededor y más allá de nuestras fronteras. No busca respuestas definitivas, sino nombrar lo que nos atraviesa cuando la barbarie se instala y nos obliga a convivir con ella.
Notas de Autor29 de septiembre de 2025Cuando un cártel se instala, no llega con timidez. Se instala con todo su peso, como una sombra que lo cubre todo. Se instala lo peor del ser humano: la barbarie. No hablamos de un grupo improvisado ni de jóvenes perdidos que juegan a ser criminales. Hablamos de estructuras sólidas, aceitadísimas, que se expanden porque pueden hacerlo.
Porque encuentran un terreno fértil, abonado por la complicidad del poder en sus distintas escalas: desde la cúpula más alta hasta los barrios donde los chicos corren detrás de una pelota.
Ese terreno fértil no aparece de la nada. Se construye en la impunidad de los funcionarios, en la codicia de los que miran hacia otro lado. Y así, de golpe, los niños, nuestros gurisitos, empiezan a delinquir como si fuera natural.
Las niñas, muchas veces sin opción, son atrapadas en redes de prostitución disfrazadas de oportunidades. Todo el país se convierte en campo de batalla: las calles, las escuelas, las plazas. El miedo se vuelve la banda sonora de la vida cotidiana.
¿Por qué se instala la barbarie en un país? La respuesta es cruel de tan simple: porque al poder le conviene. Porque el poder necesita esas sombras para mover dinero, votos, armas, silencios. Es un pacto no escrito, pero inquebrantable: unos se llenan los bolsillos, otros la sangre.
Lo más doloroso es que lo aceptamos como si fuera inevitable. Nos acostumbramos a las sirenas, a los titulares de muertes jóvenes, a que el barrio se parta en dos: el que se arrodilla y el que dispara. El tejido social, que alguna vez fue sostén, se rompe en tiras.
Hay algo que escapa a nuestro entendimiento humano, algo que corroe de adentro hacia afuera. Es un mal que no se presenta de golpe, sino como una gangrena: silenciosa, persistente, irreversible si no se enfrenta. El daño no se mide en cifras de incautaciones ni en estadísticas de homicidios: se mide en la niñez robada, en las madres que lloran solas, en los viejos que bajan la persiana a las seis de la tarde porque no hay coraje para mirar la noche.
Un país que permite que sus soldados y soldaditas —los verdaderos, los de la vida, los que deberían estar aprendiendo, creciendo, soñando— terminen arrojados al barro de la barbarie, es un país que renuncia a sí mismo. Y ahí, en ese abandono, es donde se instala lo peor: no el cártel, sino nuestra resignación.
Que la Justicia recupere el lugar que le corresponde. Que deje la parsimonia, que deje la inercia que alimenta la sensación de abandono y permita que la barbarie eche raíces. Queremos decisiones rápidas, investigaciones que no se diluyan en burocracias, condenas que no queden en promesas. Queremos que quienes protegieron la instalación de estos grupos —desde quienes se enriquecieron con la complicidad, hasta quienes transaron la paz social y hasta los familiares que miraron para otro lado— respondan ante la ley y paguen por lo que hicieron.
Exigimos que el Estado use todas las herramientas institucionales y las alianzas internacionales disponibles para traer resultados concretos: cooperación judicial, extradiciones legales, intercambio de inteligencia y procesos penales transparentes y acelerados.
Que se muestre al país y al mundo que acá no se juega con la vida de la gente ni con la inocencia de los chicos. Si no cortamos esto ahora, lo que viene será solo más de lo mismo: un país resignado. La Justicia debe devolvernos el alivio que nos han robado.
Gracias por leer. Este ensayo es apenas una voz entre tantas, pero intenta abrir un espacio donde el dolor compartido encuentre eco y donde el asombro se convierta en palabra. Y también una exigencia: que la Justicia actúe, que deje de ser un eco vacío y se convierta en acción.
Ya que el país mantiene contacto con Estados Unidos, que se gestione un lugar en Guantánamo para encerrar a quienes trajeron la barbarie hasta nuestras casas. Que se lo muestre al mundo: acá no se juega con la vida de los chicos ni con la dignidad de un pueblo entero. Porque callar nunca fue opción, y porque lo que se escribe también resiste.
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