Manifestar en la Argentina: qué ponemos de manifiesto

Una mirada distinta sobre un hecho que, muchas veces, logra ser histórico

Notas de Autor17 de septiembre de 2025VanelogaVaneloga

Manifestar es, en su raíz más honda, poner algo en evidencia, sacarlo de la sombra y exponerlo ante todos.  

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En el terreno metafísico, manifestar es dar forma a lo que estaba oculto, volver real lo que habitaba en lo invisible. En la Argentina, esa noción trasciende la filosofía y toma cuerpo en las calles: cada manifestación es un instante en que lo privado se convierte en público, lo individual en colectivo, lo inasible en un hecho que puede cambiar el rumbo de una época.

Cuando el argentino manifiesta, no solo protesta: traduce su angustia, su enojo y su anhelo de cambio en un gesto visible, ruidoso, imposible de ignorar.

Así, el cacerolazo, la marcha, el ruidazo o el aplauso en un balcón se convierten en actos históricos porque no solo dicen algo al poder: nos dicen algo a nosotros mismos.

 
El origen del ruido como protesta

Aunque hoy el cacerolazo se asocia casi naturalmente a la Argentina, su genealogía es más antigua y viajera. Nació como gesto de desaprobación en la Francia del siglo XIX, pasó por Argelia y llegó a América Latina en los años 70. Chile lo adoptó en tiempos de Salvador Allende y luego Argentina lo hizo propio en la agonía de la dictadura.

El 20 de agosto de 1982, Plaza de Mayo fue escenario del primer cacerolazo documentado: mujeres, jóvenes y trabajadores desocupados golpearon ollas contra la carestía. Cantaron el Himno, agitaron bolsas vacías y exigieron ser escuchados. A las semanas, Mendoza replicó la escena. En 1986, amas de casa y sindicatos acompañaron un paro general con cacerolas: la cocina se volvía tambor político.

Durante los 90, las ollas reaparecieron contra cortes de luz, tarifas y abusos empresariales. Pero el gran salto llegó en diciembre de 2001: las noches del 19 y 20 marcaron un antes y un después. La multitud, sin conducción ni banderas, gritó “¡Que se vayan todos!”. Fue más que ruido: fue crisis de representación, caída presidencial, violencia estatal y una herida colectiva que aún perdura.

 
La fuerza de lo espontáneo

El cacerolazo se volvió el símbolo de lo espontáneo, de lo que nace en la vereda y no en un comité. Su potencia radica en que no tiene dueño: cualquiera puede participar desde un balcón o en la esquina, sin necesidad de aparato político ni grandes recursos.

En 2008, durante el conflicto por la Resolución 125, las cacerolas volvieron a sonar, especialmente en las ciudades del interior. Entre 2012 y 2013, tres hitos —13S, 8N y 18A— mostraron cómo las redes sociales podían movilizar multitudes sin estructuras tradicionales. Más tarde, entre 2016 y 2019, los “ruidazos” contra el tarifazo inundaron barrios y plazas con una simple consigna: frenar los aumentos.

En 2020, la pandemia obligó a replegarse, pero las cacerolas resistieron desde los balcones frente a la reforma judicial. Y en los últimos años, frente a vetos presidenciales, cadenas nacionales o recortes sensibles como el del Hospital Garrahan, el utensilio volvió a ser barómetro del humor social.

 
Lo que busca el argentino cuando sale

Salir a manifestar es dejar atrás el encierro de lo privado. En términos psicológicos, produce una mezcla de adrenalina, ansiedad y alivio: el cuerpo entra en alerta, la voz se libera, y el corazón encuentra eco en miles de desconocidos que sienten lo mismo.

El argentino que golpea la olla o marcha sabe que quizás el poder no ceda, pero igual encuentra recompensa en dos planos:

Alivio inmediato, por no tragar en soledad la bronca. Construcción de comunidad, al reconocerse parte de un nosotros capaz de ocupar la calle. Ese instante de efervescencia colectiva convierte la protesta en catarsis social: la frustración se comparte y se transforma en energía común.

 
Qué ensucia y qué fortalece una manifestación

Una manifestación se ensucia cuando la violencia desmedida se impone sobre el reclamo o cuando aparece la manipulación partidaria que busca capitalizar la bronca. La credibilidad se resquebraja si el ciudadano siente que su participación fue usada.

En cambio, la protesta se fortalece cuando es auténtica, cuando nace de la gente sin tutelas. El cacerolazo, en ese sentido, es contundente porque suena genuino: lo que golpea no es solo el metal, sino la necesidad compartida.

 
Las más fuertes y memorables

1982 – Primer cacerolazo en Plaza de Mayo.
1986 – Amas de casa y sindicatos adhieren con ollas a un paro general.
1996–1999 – Apagones y ruidazos contra servicios y tarifas.
2001 – Estallido de diciembre: “¡Que se vayan todos!” y la caída presidencial.
2008 – Protestas rurales y cacerolas en todo el país.
2012–2013 – 13S, 8N y 18A: autoconvocatorias masivas desde las redes.
2016–2019 – Ruidazos contra tarifazos en barrios y plazas.
2020 – Balcones y ollas en pandemia.
2025 – Protestas frente a vetos y recortes sensibles: continuidad de un gesto nacional.


Manifestar en la Argentina es más que protestar: es manifestar-se, ponerse a la vista,
existir en el espacio público. Es la forma en que lo que asfixia por dentro encuentra aire afuera, en el murmullo primero y en el estruendo después. Cada cacerolazo confirma que el argentino guarda un recurso simple, inmediato y profundamente simbólico: transformar lo cotidiano en político y lo íntimo en colectivo.

La olla, la calle, la consigna improvisada son apenas la piel de un gesto más profundo: la certeza de que la soledad se rompe cuando miles de desconocidos se reconocen en el mismo ruido.  Marca un antes y un después, porque no se trata solo de incomodar al poder, sino de recordarnos entre nosotros que aún podemos reaccionar.

Nada limita al hombre en su necesidad de ser. Con perseverancia es posible crecer y madurar, incluso cuando el sustento real parece ausente. Los principios claros permiten abrir una visión más amplia, como lo hemos hecho desde tiempos inmemorables. Así, cada manifestación es también una lección: la de preguntarnos qué se quiere poner de manifiesto, si lo que suena es genuino o impuesto, si el ruido es llamado o manipulación.

El límite del argentino, entonces, no está en la bronca cotidiana ni en el malestar pasivo: está en el momento en que la medida se colma y el individuo decide salir a la calle a golpear su olla.
Ese instante es el verdadero manifiesto: una sociedad que se sabe viva y que, cuando siente que ya no puede más, hace del ruido su palabra y de la calle su lugar de existencia.

Deseamos desde Mirada Argentina que todas las manifestaciones transiten en paz, en armonía, que las diferencias sean apenas un mecanismo para estar juntos y una excusa para tener que hablar. Que cada salida a la calle contribuya al bien común y que, de ahora en más, podamos manifestarnos también en alegría: porque la verdadera fuerza de un pueblo no está solo en su reclamo, sino en su capacidad de encontrarse y reconocerse en el mismo camino.

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